Vivir en un barrio rodeado de bosque tiene muchas ventajas: tranquilidad, aire limpio, naturaleza viva. Pero también trae una responsabilidad enorme que a veces pasamos por alto: el agua que usamos no aparece por arte de magia. Hay una red que mantener, un sistema que sostener y un recurso que, por más cotidiano que parezca, es claramente finito.
En Rancho Grande lo sabemos. Lo vemos todos los veranos cuando la demanda sube, cuando un vecino consulta por la presión, o cuando una rotura obliga a trabajar rápido para que todos sigamos teniendo agua en nuestras casas. No somos una ciudad con sistemas industriales gigantes ni con reservas inagotables. Somos un barrio que se abastece gracias a un esfuerzo colectivo y a una infraestructura que requiere cuidado constante.
Y acá hay algo importante:
el agua no es un servicio comercial.
No la vende una empresa, ni se “contrata” como si fuera un plan. La gestionamos nosotros mismos, como vecinos y socios de una asociación que existe para que esto funcione. Esto significa que cada litro que abrimos en la canilla es parte de un recurso común, sostenido por todos. No es un consumo individual, es una responsabilidad compartida.
Cuidar el agua no es un eslogan bonito: es una necesidad práctica.
Cada uso innecesario, cada pérdida, cada descuido tiene un impacto real en el sistema que mantenemos entre todos. Ser conscientes de eso nos hace mejores vecinos y fortalece al barrio.
La idea no es señalar con el dedo ni decir “así no”. La idea es recordar que vivir en un barrio de montaña es un privilegio, pero también implica entender cómo funciona lo que nos rodea. Si cada uno aporta su parte, si usamos el agua con criterio y si respetamos el rol que tenemos como socios, el sistema funciona. Cuando no… se siente, y todos lo pagamos.
Tenemos que reconocer que el agua es valiosa, que no sobra y que depende de nosotros cuidarla.
Así de simple. Y así de importante.

